12 octubre 2007

Aquel amigo que jamás olvidaré


Una parte de mi vida se fue contigo el día que me dejaste para siempre, mejor dicho, el día que esos delincuentes te golpearon salvajemente hasta dejarte medio muerto y tendido sobre la berma de la avenida Alfonso Ugarte.

Perdí al compañero de años, quien sabía mis más duros secretos, mis más tristes errores, mis más grandes derrotas y sobre todo mis más intensos triunfos. Pero, el pasar de los años hizo que supere y que asimile esa terrible pérdida, la cual jamás olvidaré a pesar que mis recuerdos nunca volverán a aflorar al presente.

Ahora, después de cuatro cinco años, debo confesar que Javier Zapata llegó a mi vida cuando más lo necesitaba. Nunca fue mi enamorado ni mucho menos, siempre fue mi mejor amigo aunque mi mamá se llenaba la boca diciendo que entre un hombre y una mujer no existía una verdadera amistad. Pero ésta, la nuestra si la fue. Cuando me enteré lo que le había pasado salí corriendo del salón de la universidad sin terminar el examen final que justo estaba dando mientras mi gran amigo era brutalmente golpeado porque no se dejaba robar el celular. Y es que a los sujetos nos les bastó haberle quitado todo, sino que además cobraron venganza porque él en todo momento se defendió.

Un anciano que pasaba por la Plaza Dos de Mayo lo auxilió y lo llevó al hospital Arzobispo Loayza donde permaneció convulsionando por más de diez horas pues los duros golpes en la cabeza le habían provocado una hemorragia interna que lo mantuvo inconsciente por dos días. Al tercer día recién pude entrar a visitarlo y era increíble la cantidad de kilos que había perdido en tan poco tiempo. Recuerdo mucho que ingresé a su habitación con mi prima, pues nos habían advertido que estaba muy diferente a la última vez que lo vimos. Pamela, mi prima, también era su amiga, nos cogió de la mano a las dos y con su mirada nos dijo muchas cosas, al menos así lo sentí yo.

Él no podía hablar pero sus expresiones eran más que suficientes. Cuando juntó mi mano a la suya la apretó y me llevó hacia él para abrazarlo por última vez. No pude controlar mis lágrimas que él mismo secó con sus dedos cuando caían por mi, en ese entonces, delgado rostro. En ese momento le rogué que no me dejara, que luchara por su vida, que faltaba poco para que le quiten todos esos aparatos que lo hacían ver como un monstruo. Él giró la cabeza de izquierda a derecha mientras yo continuaba suplicándole que quería verlo en mi casa, que quería bailar con él y que sobre todo quería una vez más visitar la iglesia junto a él.

Cuando conocí a Javier fue de pura casualidad, una amiga que realizaba la Confirmación me lo presentó y es que él era su catequista pero a mi esas cosas, o personas, me sacaban ronchas a pesar que siempre he creído en Dios pero no soy precisamente una fiel practicante de la religión católica, apostólica y romana.

Mi gran amigo Javier había terminado recientemente la carrera de Ciencias de la Comunicación y se desempeñaba en una conocida y prestigiosa agencia de publicidad, mientras yo recién había ingresado a la universidad con el sueño de ser una gran periodista. Esas cosas en común, en realidad el gusto por la carrera, nos llevó a convertirnos en grandes amigos y conversadores de la noche. Tanto así que mi entonces enamorado lo odiaba con todas sus fuerzas, aunque ese sentimiento no le duró más que dos semanas pues finalmente terminaron siendo amigos tanto así que mi ex lo escogió como su padrino de matrimonio después de un año que diera por terminada la relación “amorosa” que mantenía conmigo.

Sólo una vez lo visité en el hospital pues su salud cada vez empeoraba y los médicos habían prohibido las visitas. Regresé a mi casa con un vacío en el corazón pues era el segundo día que iba y no podía ver a mi mejor amigo. Los médicos no entendían que quería verlo, que necesitaba agradecerle por todo lo bueno y malo que había vivido a su lado. Sólo me decían que regrese a mi casa y que seguramente al día siguiente lo encontraría mejor. Pero todo fue mentira, no me quisieron decir que las esperanzas que Javier tenía para vivir cada vez se reducían.

Aracely, una de las pocas personas con las que me hablaba en mi barrio, llamó a mi puerta como una demente desesperada para avisarme que Javier nos había dejado. ¡Javier acaba de morir! Me gritó y yo sólo atiné a llorar como una niña castigada. Saqué una casaca de mi closet y me fui a su casa. Jamás olvidaré la gran cantidad de flores que estaban en el lugar y la inmensa cola que hacían miles de personas para verlo dentro de su ataúd. Sin darme cuenta, cuando llegué al velatorio mi mamá estaba detrás mío, pues ahí recién comprendía que Javier y yo éramos sólo verdaderamente amigos. Ella siempre lo trató muy bien pero nunca se quitó la idea de que nosotros andábamos dizque enamorados.

A la primera persona que encontré fue a su hermana Carola, a quien ni bien vi abracé con todas mis fuerzas y eché a llorar. Me puse en la fila, como todos, pero mamá me decía que no lo vea que era mejor recordarlo como cuando cantaba en los karaokes las canciones de moda. Su comentario estaba demás, pues nadie me sacaría de la fila para, por última vez, verlo y conversar con él. Cuando llegué había un vidrio entre él y yo que nos separaba, pero igual me recosté sobre ella y lloré mientras le agradecía por todos los años que fue mi amigo. Le juré visitarlo siempre en el cementerio, le juré perdonar a mi ex, le juré tantas cosas que sólo una de ellas he cumplido: jamás olvidarlo.

Así mi amigo se fue para nunca más volver y para yo nunca más encontrar un amigo como él. Estoy segura que si él estuviera vivo yo ya estaría muerta de todos los gritos y llamadas de atención que me hubiera pegado por las “cosas malas” que hago, pero sobre todo por no cumplir con mis promesas.

Después de escribir esto, juro por la amistad que me unió a él visitarlo y contarle las cosas que estoy pasando porque la verdad es que ahora, como cuando lo conocí, lo necesito mucho más.