15 septiembre 2010

Aves con nido


Hace unos días vi a mi sobrina acariciando un periquito. Ella tenía las manos llenas de alpiste y la horrenda ave comía cual niña engreída. Quedé espantada, asustada, y hasta asqueada, al ver al animal de colores parado sobre los brazos de Macarena.

Las “aves de corral” siempre me han generado miedo, temor, pavor así que no era nada extraño pensar que a Macarena le podría pasar algo. No se, quizá la avecito le picaba la mano, el brazo o en el peor de los casos la cara y hasta la podía desfigurar.

Observé por varios minutos como se divertían. Mi sobrina era feliz con el pajarraco y el animalucho ni qué decirlo parece que se sentía como en el cascarón. Mientras los miraba retrocedí hasta mi niñez y pude, por enésima vez, analizar mi miedo y es que todo empezó cuando en mi casa habían cientos de patos y pollos.

Tenía 8 años, quizá menos, quizá más, y mi abuela trajo a casa una pata y un pato que a los pocos meses se multiplicaron por 100. Al principio me gustaron los animales pero todo cambió cuando una de las patas tenía más de 20 huevos a su alrededor resquebrajándose. Me acerqué a ver qué sucedía y vi que mi papá y mi mamá tenían en sus manos una aguja punta roma con la que rompían el huevo ayudando al patito a nacer.

Vi como salían del huevo esos animales. Eran una bola de plumas ensangrentadas. Las manos de mis padres estaban rojas y hasta sus ropas tenían manchas de sangre. La cantidad de huevos impedía que ambos se den tiempo para ayudar a todos, por eso mucho de los animales salían muertos. “Lástima, demasiado tarde. Se ahogó”, decía mi padre cuando rescataba una cosa inamovible del cascarón.

Yo miraba con miedo a los que nacían muertos. Mi madre, seguramente por jugarme una broma, me ponía delante de la cara al patito muerto mientras lo cogía desde una de sus débiles alas. Yo gritaba, apretaba los ojos, le decía que se lo lleve y ella sólo soltaba carcajadas como que si lo que hacía era motivo para reírse.

No se iba. Sentía al animal muerto frente a mí. Así que salía corriendo del corral hacia la sala y ella me correteaba por toda la casa. Sus manos no sólo estaban llenas de sangre sino que también cargaban a varios patos muertos. Hacía el ademán de lanzármelos. Muchas veces logré abrir la puerta e irme a la calle y sólo así ella optaba por dejarlos y hacerme entrar sin asustarme con esas cosas asquerosas.

Recuerdo que me decía que estaban muertos y que nada me podían hacer. Pero el solo hecho de verlos mojados en sangre me hacía temblar. Sentía que me harían de todo. He crecido con ese miedo a los patos, una historia similar fue con los pollos. No sé, o quizá no lo quiero aceptar, si mi madre fue la culpable de todo esto. Lo cierto es que ahora a mis 26 años me asusta cualquier pato.

Cada vez que voy a Chincha a visitar a mi familia evito ingresar al baño pues los corrales de animales suelen estar a su costado. En otras casas, mejor dicho en la chacra, los animales están sueltos así que mejor a esos lugares no voy. Temo encontrarme con patos muertos, temo encontrar a algunos que en su desesperación por comer me piquen las piernas y es que una vez me mandaron a echarles maíz y los muy malditos y hambrientos picaron mi pantalón. Suerte que era invierno.

Esos patos jamás los comía. Cada vez que los mataban para preparar, según decían, un rico seco de pato o ceviche de pato, yo no probaba bocado alguno. Una vez lo hice y me enfermé por tres días. Le dije a mi mamá que no quería y me engañó diciéndome que no era pato que era pollo y que lo había comprado en el mercado. Mordí, mastiqué, pasé y nuevamente las carcajadas. Caí en la mentira y mi madre había logrado su objetivo: su hija comió pato. Era una niña y no podía reconocer las carnes.

Ahora ya no como pato. Ahora nadie me engaña. No como pato ni del mercado, ni del supermercado, ni del chifa. Ninguno.

Todos los adultos tenemos miedo a algo. El miedo se obtiene en la niñez y confieso que no se puede superar. Se puede controlar pero no dominar. El miedo siempre está ahí.